Desde el proyecto de centro, Universo, mujer tenías que ser, el departamento de Lengua castellana y Literatura y la biblioteca escolar han impulsado este año la segunda edición de relato breve que lleva como título, Mujeres Poderosas.

Los relatos de esta 2ª edición tienen como protagonistas a mujeres que han luchado por conseguir honestamente sus objetivos y que han tenido que sortear muchos obstáculos para alcanzarlos. Ha participado el 99% del alumnado de 1º de bachillerato y son muy diferentes las protagonistas: empresarias, científicas, deportistas, cantantes, escritoras…, pero todas tienen un nexo en común: han tenido que trabajar muy duro sólo por el hecho de ser mujeres. Reunido el  departamento de Lengua castellana y Literatura en sesión extraordinaria el 20 febrero, se decidió por unanimidad que los tres ganadores eran: Félix Denk Romero de 1º de bachillerato Tecnológico. Por conseguir contar una historia de enorme belleza formal y temática que emociona al lector; usando un lenguaje de gran plasticidad, rico en recursos y referencias literarias. María Jordán Martínez de 1º de bachillerato de CCSS. Por emocionar al lector desde la primera línea al conseguir crear un vínculo afectivo entre este y la protagonista y por transmitir, con enorme sensibilidad, la lucha que ha supuesto para la mujer alcanzar sus metas.   Elena Gallardo Quereda de 1º de bachillerato de Ciencias de la Salud. Por conseguir emocionar al lector con una maravillosa historia llena de ternura y amor que demuestra que los sueños se pueden cumplir con esfuerzo y tesón.

RELATOS GANADORES

Elena Gallardo Quereda: Pinceladas de música -¡Abuelito!-me dijo, corriendo hacia mí desde la puerta del jardín. Su sonrisa de oreja a oreja, y el frenesí que denotaba su voz reflejaban la ilusión propia de la niñez.-¡Abuelito!-sin poder evitarlo me contagié de su entusiasmo, y sonreí abriendo los brazos para abrazarla. -¿Qué ocurre, mi pequeña Margaret? Ella y sus padres acababan de volver del “Royal Opera House”, donde habían disfrutado de la maravillosa orquesta y de un célebre y prestigioso director de orquesta. -¡Había cientos de instrumentos! ¡O miles! Trompetas, violines, flautas... mamá me dijo muchos más pero no recuerdo su nombre-miré a su madre, mi hija, que me devolvió la mirada con una sonrisa. -¡Miles de instrumentos, qué maravilla!-dije yo, a sabiendas de que una orquesta difícilmente puede contar con más de cien músicos- Nunca he visto semejante agrupación de músicos. -Pero lo mejor no eran los músicos, sino el director de orquesta. Tenía un palo que dice mamá que se llama batuta, y la movía para guiar a los músicos. Parecía que estaba dibujando la música, hacía así, y así...-dijo ella mientras imitaba al director. Recuerdo que estuvo semanas sin parar de hablar de aquel concierto, y del director de orquesta y su batuta. También recuerdo el brillo de sus ojos cuando lo contaba, y de la pasión que irradiaba, que habría avivado incluso al más desapasionado. Unos años después, decidió hacer las pruebas del conservatorio local, de gran reputación, al cual accedió sin problemas, siendo una de las primeras niñas en cursar unos estudios musicales oficiales. Creció rodeada de música, vivía por y para ella. Todas las tardes me asomaba al jardín para despedirla con la mano mientras veía marchar su carruaje hacia el conservatorio, y para recibirla cuando lo veía llegar. Ella siempre acudía a mí para hablarme de sus sueños e inquietudes, mientras cosía. -¡Ay abuelito!, no se hace usted una idea de lo que amo la música- me decía. -Tan solo una mirada cuando hablas de ella basta para saberlo- le contestaba yo. -¿Usted cree que llegaré a ser una directora de orquesta de renombre? -No lo creo, lo sé- le decía, y ella sonreía y seguía cosiendo. Así pues llegó el día de su marcha, a Viena, la ciudad de la música, para seguir formándose en la Wiener Staatsoper, donde la habían admitido en el grado de dirección de orquesta. Ya era una mujer, con su vestido y su sombrero a juego, aunque cuando la miraba a los ojos seguía viendo a la pequeña Margaret, llena de la misma ilusión de siempre. La acompañé hasta el puerto, y permanecí allí, quieto, siguiendo con la mirada su barco hasta que no pude ver más que mar y cielo. La vida sin ella era más tediosa, pues Margaret aportaba una luz y viveza a la casa que muchos quisieran tener. Aun así, ella me mandaba cartas todas las semanas, relatando su vida en Viena, y lo contenta que estaba junto a algunos profesores y compañeros, que hacían todo lo posible por ayudarla; también contaba que a otros no les agradaba su presencia, ya que era la única mujer en la escuela. Incluso a través de las cartas se percibía el profundo amor que sentía hacia la música. Una mañana de abril, sentado en una de las mesas del jardín, con los rayos de sol acariciando suavemente mi rostro, leí la carta que Margaret me había enviado esa semana. “Querido abuelito: No encuentro palabras para expresar la euforia que llena mi pecho en estos momentos, tanta que siento que mi alma brilla: yo, Margaret Evans, inauguraré la temporada de primavera de música, dirigiendo la Orquesta Filarmónica de Viena en el Musikverein. Ojalá estuvieras aquí para verme...” No leí más. No perdí más tiempo. Miré el periódico de ese día, y comprobé que era 2 de abril. La temporada de música de Viena, si no me equivocaba, empezaba el 5 de abril. Si me daba prisa, llegaría justo a tiempo para el concierto. Estaría allí para verla aunque fuese lo último que hiciera. Era un acontecimiento histórico: Margaret iba a ser la primera mujer que dirigiera una de las mejores orquestas del mundo, en uno de los teatros más señalados a nivel mundial. Me vestí a toda prisa, preparé un equipaje rápidamente y partí hacia el puerto. Allí pagué un billete hacia Francia, donde cogería un tren hasta Viena. Fue un trayecto duro, de varios días, en los cuales no hacía más que rezar para llegar a tiempo. Finalmente, llegué a la estación de trenes de Viena, el 5 de abril a las siete de la tarde. Durante el viaje, había descubierto que el concierto empezaba a las ocho de la tarde, por lo que tenía una hora, que era más o menos lo que se tardaba en llegar al Musikverein en carruaje. Miré el reloj, las ocho menos cinco, y ya veía el Musikverein a lo lejos. En cuanto llegué me bajé a toda prisa del carruaje, y corrí hacia él. Crucé las puertas de la sala de conciertos, y justo empezaron a sonar las primeras notas de la Sinfonía no1 de Mahler. El poco aliento que tenía, se lo llevó consigo Margaret. Allí estaba ella, con su vestido negro y su batuta, dando pinceladas de música, siendo la música. Esbozó una sonrisa que me recordó a las sonrisas cargadas de ilusión de la pequeña Margaret. Y ahí estaba yo, orgulloso de mi nieta, de su sonrisa y sus pinceladas. Félix Denk Romero: Ocaso de una leyenda Me hace abrir los ojos el primer destello del alba. Veo al sol emerger del agua, vertical, con decisión, teñido de rojo amanecer que enseguida se hace día. El mar que ahora rodea la totalidad del último cacho de tierra que, con seguridad no veré jamás, me recuerda por lo plano y pacífico a la tierra de mi infancia. Allí la llanura se extendía hasta donde la vista daba de sí y el polvo teñía los amaneceres de un color especialmente candente. Era una niña entonces, sí, pero desde que tuve uso de razón no pude entender por qué en el mundo había cosas que un chico podía hacer y yo no. Cuando subía a los árboles se veía todo tan pequeño, tan al alcance de la mano, y era justo en medio de este trance que venía mi madre corriendo a decirme: -¡Por Dios baja de ahí! ¿No ves que te vas a rasgar el vestido? ¡Ve a jugar con las muñequitas que te hemos comprado, anda! No me quedaba más remedio que bajar, aunque perder una batalla no significó perder la guerra. Recortaba periódicos con mujeres que se habían atrevido a desafiar lo que se les imponía y pasaba las tardes admirando sus hazañas y sus historias. El sol empieza ya a picar en este banco de arena desierto, donde no hay ni una sombra en la que refugiarse. ¡Mira, una bandada de aves! Vuelan casi al alcance de la mano, pero al ver mi islote no hacen sino alzar más alto el vuelo al percatarse de lo inhóspito del mismo. Curioso que hace escasos días me atreví a pensar que mi destino sería como el de estas aves migratorias, salir de A para llegar a B, pero este ha acabado asemejándose más al de Ícaro, cuyas alas se fundieron por querer llegar a lo más alto. La primera vez que vi una de esas máquinas que permiten a las personas ser pájaros, debo admitir haber sentido un profundo desinterés. Me parecía que las avionetas eran trastos con cables y maderas que no despertaban fantasía ninguna. Sin embargo, al montar en una, aunque fue unos 10 minutos escasos, supe que en ellas estaba mi propósito en la vida. Todo creció como una bola de nieve. Primero hubo que aprender a manejarlos, cosa que hice de la mano de una pionera que, a pesar de no confiar en mí, no hizo sino volverme dura y obstinada en mi propósito, lo cual me fue necesario para todo lo que vino después. La fortuna decidió mi primera gran hazaña, ya que por un cambio de planes me convertí en la primera mujer de la historia en sobrevolar el Atlántico. Pero nunca sentí que los elogios que me llegaron fueran justos, ya que todo el trabajo recayó sobre mi tripulación. Es por esto que lo volví a hacer, pero lo hice como era justo, por mis propios méritos. Me convertí así en la primera persona en sobrevolar dos veces este mismo océano. Pero todo esto… ¿a cuento de qué iba? Se me está acabando el agua y cada vez puedo pensar menos en otra cosa que no sea la sed… ¡Ah sí, las alas de Ícaro!: méritos, elogios, hazaña tras hazaña, todo parecía rodar en su lugar, pero todavía me faltaba el último gran desafío: rodear por completo el perímetro de la tierra, como hicieron por primera vez Magallanes y Elcano, pero esta vez surcando los cielos. Pensaba todos los días en las aventuras que me depararía ese viaje, culmen de mi carrera, qué problemas habría que superar y cuán grande sería la recompensa. La nave que sería mi hogar durante esos días tuvo un problema cuando nos dispusimos a efectuar el viaje mis acompañantes y yo. ¿Qué vería uno de ellos, que yo no vi, que lo hizo echarse para atrás en el último momento? ¿Cuándo partimos, ahora sí, hacia el viaje definitivo? Quizás era verdad que no estaba preparada, quizás fue mala suerte lo que me llevó aquí… Cada vez que ante mis ojos se representaba la belleza de una nueva tierra, que es como la de todas ellas pero dada a conocer su verdadera realidad por la novedad de la impresión causada en mis sentidos, pensaba: «Esta visión sería digna de ser la última…», así que quizás sí imaginé en algún resquicio de mi mente poder ser atrapada entre aquella vorágine de sensaciones para no salir jamás. Volaba alto, más alto aún; tanto, que dejé mis paracaídas al partir en la recta final de mi trayecto porque no serían necesarios. Tan alto volaba y tan candente era el sol de los trópicos que la cera que aglutinaba las alas de aquel sueño se fundía haciendo inminente la caída hacia el vacío. Así, repentinamente, la avioneta se transformó en planeador a solo 50 km de mi destino, ya que no quedaba más gasolina en los tanques. Caímos al agua como patos, con la suerte de que los depósitos vacíos hacían flotar a la avioneta, aunque esto lo único que causó fue retrasar lo inevitable. Una tempestad nos azotó con fuerza, lo que me hizo perder el sentido hasta llegar aquí, toda empapada, débil por la disentería que padecí hace poco y con los ojos inundados de lágrimas al ver que mi compañero ya no estaba. Cae ya la tarde y no puedo parar de pensar: ¿para qué? ¿Verdaderamente mereció la pena el riesgo que acepté para emprender este largo viaje donde se supone tenía que llegar al mismo punto del que empecé? ¿Qué es lo que tienen las cumbres que, a pesar de lo cruel de su naturaleza, invita a conquistarlas? Sí, algo tienen, y es que pueden ser vistas desde lejos y desde muchos lugares. Así cuando alguien alcanza una cima, cuando alguien hace lo que nunca nadie se atrevió a hacer, puede ser visto por muchas personas, muchísimas, que te vislumbrarán mientras les gritas: «¡Ánimo, si yo pude, tu puedes también!» Ese ha sido el verdadero sentido de mi jornada. No romper récords, sino hacer ver que los récords pueden ser rotos. No viajar, sino iluminar la oscuridad que hay cuando otros y otras emprenden una marcha por sus vidas de la cual no se conoce el final. Está precipitándose el sol hacia su lecho, cayendo con la misma rapidez de la que se levantó. No queda mucho. El sol atraviesa el cielo como yo hice alguna vez. Mañana se levantará por el mismo sitio en el que se levantó hoy. Después de todo, igual sí tiene sentido volar para llegar al mismo sitio, ¿no? Si en tu paso arrojas luz a quienes te están mirando… María Jordán Martínez : Dueña de mi propio tiempo Escribo estrictamente para averiguar qué estoy pensando, observando, qué es lo que me da miedo, lo que siento, lo que quiero. «Su padre fue su primer maestro ¿verdad? ¿Qué le enseñó? ¿Cuál es la primera visión que recuerda usted de Ortega y sus clases ¿Cómo fue su vida en el exilio?» Preguntas, preguntas y más preguntas. Yo seguía estando, pero sin estar. Estaba perpleja, atónita, acababa de ganar el Premio Cervantes a mis 84 años, aun sintiéndome plenamente joven. La primera mujer que lo había conseguido. En mi cabeza solo rondaba la duda de si verdaderamente me merecía aquel premio, de si debería haber sido la primera en lograrlo. Y sin saber por qué, vuelvo a 1936. Guerra Civil, exilio en 1939. El haber participado de forma tan activa en la difusión y defensa de las ideas republicanas no me permitió seguir en la España franquista y tampoco yo misma hubiese tolerado vivir en un ambiente en el que la democracia y la cultura quedaron enterradas. Cuba, México y Puerto Rico, Italia, Francia y Suiza. Me marché con lo que llevaba puesto, con lo que me dio tiempo a recoger; con la etiqueta autoimpuesta de exiliada, mirando al cielo con mil dudas e interrogantes y sin lloros, partí de España, país el cual ni reconocía por todo lo ocurrido. Dejé atrás mi tierra. Me dolía. La melancolía y la nostalgia me invadían como un jarro de agua fría. Empezaba de cero en un país que fue antigua colonia española, Cuba. A mi marido le ofrecieron un buen puesto de trabajo, lo que hizo que pudiésemos salir adelante. A pesar de todo, yo seguía escribiendo lo que se me pasase por la cabeza, aunque, a veces, no podía recopilarlo todo y plasmarlo. Todo lo que pude recopilar quedó plasmado en mi cuaderno, que siempre iba conmigo. Y parecía que ese cuaderno tenía un destinatario, cuya presencia posee la virtud de hacer que se deshiele el silencio o que despierte al que desde hace tiempo yace en un silencio como el que se padece al dormir. Tantos exiliados incomprendidos, dignos de haberlo sido. Nuestro silencio, su silencio, que tan poco han hablado del exilio habiéndolo podido hacer tanto. Miedo, mucho miedo. Sin saber si podían volver, si iban a sobrevivir o qué iban a hacer tras lograr marcharse de su país natal. Pero ahora ya apenas al exiliado se le pregunta nada. Así el exiliado, incluso habiendo cumplido acciones heroicas en una historia en la que se vio comprometido por ocasión y por vocación, no se ha convertido en héroe. Y si lo es en su vida individual, por no tener otro remedio, tampoco se define por ello. La historia, o más bien quienes al parecer la dirigen, no se lo han consentido en ningún caso. Y él tampoco. Y claro, nadie o casi nadie lo entiende, o no lo quieren entender. Vivimos en una sociedad ignorante en la cual el egoísmo predomina y la empatía destaca por su ausencia. Seguidamente, tras recordar eso último, despierto de ese pensamiento en el que estaba sumergida. Numerosos periodistas estaban alrededor de mí, preguntándome mil y una cosas, las cuales no escuché por el continuo pensamiento que me persigue. «María, ¿cómo se siente tras ser la primera mujer en ganar el premio Cervantes? ¿Cuál fue la obra que la hizo triunfar?» Y yo seguía perpleja en esa nube. Hasta que me di cuenta de la situación. Acababa de ser la primera mujer en ganar el Premio Cervantes. La primera. Me doy cuenta de que a partir de ahora muchas más mujeres podrían ser capaces de conseguir lo que se propusieran porque se verían con la capacidad suficiente como para lograrlo, y se les daría más visibilidad. A su vez, me percato de que claro que me merezco este premio. Las lágrimas derramadas, la añoranza de mi país, todo lo que he padecido y sufrido, es digno de ser recordado, es digno de ser hablado. Y que las mujeres que han pasado por lo que yo, puedan sentirse identificadas, comprendidas. Comienzo a hablar, dejándome llevar por lo que siento en aquel preciso instante: «Las mujeres que, tras siglos y siglos de historia, han estado encadenadas, enterradas, sin valorar su trabajo propio, sin ser consideradas como personas en el mismo nivel que los hombres y no estar cualificadas para ejercer los mismos trabajos que ellos aun teniendo mejor nivel académico. Ahora, tras un sinfín de manifestaciones, luchas, dolores y sufrimiento, empezamos a ser reconocidas tal y como nos merecemos. Porque yo no soy la primera que tuvo que dejar atrás su país y seguro que tampoco la última. Por las que no han llegado a ser reconocidas como mujeres extraordinariamente inteligentes y por las que se quedaron en el camino; por todas ellas y todas las que siguen luchando por llevar una vida decente y salir adelante. Que siga esa lucha, que   todos sepan lo que valemos, que no somos menos que nadie: abuelas, madres, hijas, nietas. Para ellas va dedicado mi premio.»